martes, 12 de octubre de 2010

La comida entra por los ojos



(Artículo publicado en HC Gourmet en septiembre del 2009)

Hace casi un año, cuando nos encontrábamos preparando el primer número de HC Gourmet, tuvimos el privilegio de entrevistar al mítico Ferran Adrià, manos, cabeza y corazón de elBulli, el restaurante español que año tras año es seleccionado como el mejor del mundo por la prestigiosa Restaurant Magazine.
En la entrevista, Adrià deslizó un concepto muy interesante, que ayuda a comprender en gran parte la profesión del cocinero. Palabras más, palabras menos, dijo que la cocina “es el arte de lo efímero”. ¿Por qué? Porque el cocinero se esmera en diseñar un plato; luego experimenta con ingredientes, texturas, aromas y sabores; cuando logra una receta satisfactoria, la prepara para su “público” (los comensales); y, finalmente, termina de plasmar toda su creatividad en un plato, haciendo que lo delicioso se vea también muy bello y atractivo.
¿Para qué? Para que luego un hambriento troglodita destroce esa obra de arte entre espasmódicos ataques de cuchillos, tenedores y cucharas…
Parafraseando a MIlan Kundera en “La insoportable levedad del ser”, pareciera ser que nos hallamos frente a la “ley del eterno retorno” de Nietzche, que con tanta pasión explica el escritor en las primeras páginas de su novela. Imaginate, la eterna repetición de un ciclo, por los siglos de los siglos…
Viendo la escena de ese modo, parecería brutal el sano ejercicio de ir a un restaurante, ¿verdad? La pesadilla de todo artista, ¡que alguien destroce el fruto de su creatividad!
Pero, como todos sabemos, uno va a un restaurante para restaurarse, es decir, darle al cuerpo las dosis de comida y bebida que necesita para seguir funcionando. Y además uno siempre quiere darle placer al cuerpo, y el hecho de comer y beber es algo inigualable.
La cuestión es que, de un tiempo a esta parte, cada vez más se impone la necesidad de presentar hermosos platos. No solamente tienen que ser ricos, además deben parecerlo.
Mi abuelo materno, el querido don Domingo, sabiamente, justificaría la situación con un refrán: “la comida entra por los ojos”. Este sabio hombre, un bon vivant de finísimos gustos y costumbres que tuvo el privilegio de conocer mundo, cocinas y bodegas, siempre repetía esa máxima como si se tratara de un mantra.
Y hoy, finalmente, la sabiduría popular es reciclada para transformar el dicho en una tendencia denominada “la plástica del emplatado”.

Definitivamente, es arte efímero
A nadie escapa el boom que la gastronomía y la enología alcanzaron en los últimos años. El máximo refinamiento está a la orden del día y, para muchos, es un pecado imperdonable no conocer como mínimo el “abc” de ambos campos.
Y entre tanta evolución, apertura de mercados para los vinos del “Nuevo Mundo”, la irrupción de nuevos genios culinarios y el afianzamiento del liderazgo de los pesos pesados, justo en medio de todo ese movimiento en candente ebullición, aparecen más y más jóvenes buscando “estudiar para chef”.
La cuestión es que una de las más notorias tendencias emergentes es hacer que la comida llegue a la mesa de una manera muy bella, tanto que hasta dé pena comerla.
Gran parte de ello es “culpa” del maestro Adrià. ¿Por qué? Porque este hombre, admirado por propios y extraños, no se anda con chiquitas.
Te explico. El hombre trabaja a mil por hora en su restaurante durante seis meses al año. El resto del tiempo viaja para inspirarse, experimenta con los insumos en su laboratorio-cocina, crea las nuevas cartas y, antes de poner los platos sobre las mesas de los comensales, fotografía cada comida desde todos los ángulos posibles. Observa las imágenes con mucho detenimiento y analiza si ese plato merece un lugar en la carta. Es obvio que, además de la perfección en sabores, aromas y texturas, Adrià busca la excelencia estética.
Y no escatima ni un recurso en pos de lograr la presentación del plato, ya que él mismo crea la vajilla que acompañará su comida. No deja nada librado al azar.
A menor escala, en el resto del mundo los cocineros transitan por los mismos caminos. ¿Qué profesional gastronómico no desea que la presentación de su plato sea óptima, aún cuando tenga que lidiar con el eterno retorno de la destrucción de su obra de arte? Ninguno. La realidad indica que todos desean la satisfacción del cliente, o sea, que el plato vuelva a la cocina vacío.
Eso sí, en este punto hago un alto para aclarar que no olvido mencionar, al menos en un párrafo, a quienes pierden de vista lo primordial: el sabor es lo más importante en la comida. Digo esto porque me ha tocado “destruir” bellas obras de arte culinarias para toparme con los sabores más insulsos. Aunque claro, ese es otro tema.
Ahora estoy seguro de que sí queda bien contextualizada la frase “arte de lo efímero”.
Entonces, la próxima vez que te enfrentes a un plato que con tanto esmero fue preparado, no temas arremeter con fuerza ante él. Dejá de lado la culpa. Miralo primero (si querés, sacale una foto como recuerdo) y saborealo después. Acordate que así como el cocinero debe lidiar con el eterno retorno del emplatado estético, cada cual tiene, en mayor o menor medida, sus propios retornos, en muchos casos muy poco simpáticos.

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